El libro de la experiencia
No le sirve a nadie e ná;
Tiene al final la sentencia
Y nadie llega al final.
Recorría hoy una de las tantas
avenidas de mi ciudad y al detenerme en un semáforo rojo, leí con renovada
curiosidad el nombre de ella en la señal de la esquina: Av. Ramón Menéndez
Pidal y si bien recordaba algún libro de él en mi ya vieja biblioteca, despertó
ese homenaje mi deseo de saber algo más sobre este filólogo.
Buscando luego, encontré un
artículo recopilado de una revista que seguramente hace años leí y que por
obvias razones no quedó entre mis recuerdos como algo especial. Pero ahora a la
edad necesaria para realmente entenderlo, lo rescato del olvido como una
brillante pepita de oro entre la arena del cedazo de los años.
Menéndez Pidal “Los
noventa años”
“Los noventa años, no son
ciertamente ningún alegre “paso del Ecuador” en la navegación vital. Llegar a
tal edad es el paso del círculo polar, el tropezar con monstruosos icebergs,
dar vista al inmenso desierto de hielo, interrogante de eternidad. Pero el
optimismo humano, el afecto de queridos amigos y de personas benevolentes, que
todavía abundan en este revuelto mundo cada vez más torvo, ha querido que la precisa fecha
natalicia del año 59, ese mi paso del círculo polar, fuese algo jubiloso, y la
simpatía más magnánima se ha desbordado: “la plena lozanía de los noventa años”,
“el viejo jovencísimo”, “un portento de la naturaleza”… ¿Adónde hemos ido a
parar?
He experimentado cuán abrumador
es verse uno convertido en un caso raro. Vivir
en cualquier anormalidad es algo siempre alarmante, y más en la vejez; es algo
que, por una parte, hallándose excluido de la estabilidad ordinaria, agrava la
sensación de inseguridad, propia de la edad avanzada, y que, por otra parte, da
la certeza de que nunca saldaremos lo que a la excepcionalidad se puede pedir.”
“La longevidad que ahora se
celebra en mi no es algo que pueda decirse extraordinario; la agerasia es caso
bien común en los tiempos actuales. No tengo de qué espantarme, como otro
Polícrates, por recibir favores excesivos de la Fortuna, y no intento
satisfacer a la diosa arrojando el anillo al mar, no tanto porque no uso
anillo, como porque veo con demasiada claridad las grandes y muy apetecibles
cualidades que la misma Fortuna me ha negado.
Conformándome agradecido con las
dotes que la Naturaleza ha querido darme, debo luchar con las muchas
contrariedades propias de la avanzada edad. Se dice que la más triste
limitación que pesa sobre la vejez es el no disponer de un mañana. Pero esto
debemos rechazarlo como inexacto. Con el mañana cuentan los viejos lo mismo que
los jóvenes, y cuentan precariamente tanto los unos como los otros, por aquello
de que “no hay viejo que no pueda vivir un año ni mozo que no pueda morir
mañana”.
Entonces, el impulso activo del
anciano no tiene por qué cesar; no le falta el mañana; después, que ese mañana
sea más largo o más corto es cosa secundaria y eventual. La limitación hasta
puede tener alguna ventaja. De mi sé que durante la juventud comencé a trabajar
en varios proyectos de larga ejecución, que al fin quedaron irrealizados,
mientras en mi vejez, apremiado por la brevedad del plazo previsible, pude
llevar a cabo buena parte de los trabajos abandonados antes.
Cuenta la leyenda que Matusalén,
afanoso siempre en considerar la caducidad de la vida, creyó que no debía
gastar tiempo en edificarse una casa, y sólo levantó una pared, amparándose de
la cual, a un lado o al otro, se defendía contra los hostigos de los vientos y
las lluvias según azotaban. Yo aunque no de joven como el longevo patriarca,
sino muy tarde, cuando ya pasaba de ochentón, advertí que en mi ánimo se
realizaba algo de la leyenda matusalénica, observable en ciertos detalles como,
por ejemplo, en perder el gusto de proporcionarme las comodidades más indispensables
en la labor diaria: ni procuro añadir estanterías nuevas para a los libros
recientes que uso, ni gasto tiempo en poner nuevo orden en mi mesa de trabajo
al comenzar un tema nuevo, sino que amontono los papeles y los libros del nuevo
tema sobre los del tema anterior, pensando volver a ocuparme de éste; vivo, en
suma, como de levante, en forma provisional, deseando concentrar todo el
cuidado en sólo la esencialidad de la obra. El mañana breve apremia para que no
perdamos tiempo en lo que no es absolutamente indispensable; basta la pared sin
tejadillo. Porque además, en la vejez el tiempo fluye más rápido, como la
corriente del río cuando el cauce se estrecha. Si la juventud encuentra tiempo
para todo, la vejez vive días fugaces que no tienen veinticuatro horas y años
fugacísimos que no tienen trescientos sesenta y cinco días.
Claro es que aquel ahorro de
energía en suprimir gastos de tiempo útiles, es ahorro peligroso que fácilmente
degenera en apresuramiento, perjudicial a la tranquila celeridad; pero al fin y
al cabo el sentimiento acuciante del futuro breve, gran estímulo de la vejez,
bueno sería que comenzase a asistirnos también en edades anteriores. Siempre el
prescindir de cuanto es buenamente prescindible será gran norma moral para un
vivir eficiente en todas las edades, aunque nos debamos quedar bastante lejos
de Matusalén al abrigo de su pared y de Diógenes cascando su escudilla.
Otra limitación, la que más pesa
en la vejez, es ver apocarse ese caudal que nos otorgó la Naturaleza, nuestras
propias fuerzas y nuestras apetencias de acción. A esto se da como consuelo la
conformidad. Con la vejez, se dice, perdemos muchos goces de la vida, pero no
es penoso carecer de lo que ya no se desea; bien se ve que esta pasiva
resignación tiene sombras de muerte, si no la reanimamos pensando que la vejez
conserva legítimos deseos de actividad que aún pueden mejorarse de cuando se
ejercía en la juventud.
Verdad es que tales deseos
escasean. La apetencia creativa, que es la que da sentido o finalidad
trascendente a la vida en todas las edades, desfallece en tantas y tantas
existencias ociosas, que se consumen en el ingente esfuerzo de defenderse
contra el aburrimiento; la Naturaleza muy a menudo dormita, descuidándose de
dar al hombre estímulo para la acción, y le deja hundirse en la indolencia, que
es la animalidad de vivir sólo para seguir viviendo. Y esto ocurre mucho más en
el hombre viejo; pero el Eheu fugaces horaciano, con sus desesperadas
evocaciones edonísticas de la senilidad, es sólo un vacuo quejido nostálgico,
si no se le puede contraponer el non omnis moriar, la satisfacción de haber
hecho y de continuar alguna obra duradera, ya sea en proporciones orgullosas,
ya modestas. No morir totalmente ha de ser ansia suprema de la vida, en todas
las edades, afán de todos los días que el tiempo va devorando, ya ha de ser
siempre en la esperanzada creencia, como Don Quijote, de que hacen mucha falta
al mundo nuestras caballerías, por pobres y frustradas que ellas parezcan en la
realidad.
Que no desaparezca con los años
la actividad creadora, depende de un cuidado bien conocido por la más vulgar
experiencia. El que siempre ejercita sus músculos, no se apoltrona con la edad;
el que ejercita la memoria, la conserva siempre para las cosas de que más se
ocupa; el que cuando joven hace del trabajo un hábito gustoso, mantiene de
viejo la necesidad de trabajar; el que cultivó los entusiasmos primeros,
mantiene después, como fuerza rejuvenecedora, el amoroso empeño de continuar la
obra de las edades fuertes.
Es verdad que la actividad senil
se dificulta, porque lo que antes se hacía con rapidez, cuesta después doble
tiempo; pero esta lentitud puede, y aun suele, ir acompañada de mayor cuidado,
acendramiento y lucidez, porque con la larga experiencia, el juicio se hace más
severo y exigente. De este hecho tan conocido tengo mi comprobación personal.
Frecuentemente ahora, cuando releo cualquier escrito mío antiguo, encuentro en
él algún defecto de precipitación, sorprendiéndome cómo no puse más cuidado en
tal o cual punto; al revés de lo que antes me sucedía, que al repasar un
trabajo mío olvidado, solía producirme plena y satisfecha aprobación.
El secreto de llegar a una larga
senectud lo guarda la Naturaleza, esa “ministra de Dios” que tantas veces nos
parece ministra arbitraria, veleidosa, a quien damos el nombre de Fortuna. Es
un secreto abismal el reparto de los dones vitales a cada ser que nace, pero
muy gran parte de ese secreto queda en manos del que disfruta las dádivas; el
que las posee, espléndidas o mezquinas que ellas sean, puede aprovecharlas o
maltratarlas a su voluntad. Claro es que esta voluntad también es un don, pero
es un don más personal, el más absolutamente propio del poseedor.
Para la acertada función de esa
voluntad, el secreto de bien administrar, no es la parsimonia recelosa y
escasa; es el desplegar la vida en todo lo que ella, en su plenitud, exige,
consume y repone: es no economizar en el esfuerzo del cuerpo o de ánimo gasto
ninguno, aunque no comprometiendo en la aventura el capital, sino los réditos.
Preciso es rechazar el
antiquísimo proverbio “si quieres llegar a viejo, comiénzalo presto” ¡Tantas
veces los refranes dan desatinados consejos! No debemos empezar pronto la
senectud, sino al contrario, rebelarnos contra ella en todo lo que la rebeldía
puede ser sensata, no dejando decaer la actividad vital, no dejando extinguirse
el amor a las obras comenzadas en la juventud, dando calor a las ilusiones de
razonable esperanza. Y no pensemos pesimistamente que ese empeño de hacer
subsistente la actividad, cuando él existe, no es causa, sino efecto, de la subsistencia
previa. La voluntad lo puede todo, es decir, todo lo que sólo depende de nosotros
mismos y no de otros.
De esa voluntad, que es el más
precioso de los arcanos y divinos dones de la Naturaleza, depende el sabio
disfrute, el lucrativo goce del caudal de la vida, ese caudal siempre
inestimable, sea copioso sea escaso, ese divino tesoro que no es sólo el de la
juventud, llorado por Rubén, sino el de todas las edades. Todas, una tras otra,
se van para no volver, y de cada una de ellas hemos de dejar resultados
perdurables, ya que el crearlos es el deleite supremo que la Naturaleza quiere
poner en la existencia, pues únicamente para perdurar nos concede Dios esta
vida tan huidiza.
Este es mi saludo de infinita
gratitud a los amigos que con tan entrañable afecto me felicitan por mis noventa años, en estos
Papeles de San Armadans. Fuerte aldabonazo habrán de dar en mi reflexión, y a ellos
deberé un mejor tino en emplear ese que, como quiera que sea, es el divino
tesoro de mi postrera edad".
Extraído de: Experiencia de la Vida, Alianza Editorial, Madrid 1966