sábado, 31 de enero de 2015

Las re-lecturas y el paso del tiempo


El libro de la experiencia
No le sirve a nadie e ná;
Tiene al final la sentencia
Y nadie llega al final.

Recorría hoy una de las tantas avenidas de mi ciudad y al detenerme en un semáforo rojo, leí con renovada curiosidad el nombre de ella en la señal de la esquina: Av. Ramón Menéndez Pidal y si bien recordaba algún libro de él en mi ya vieja biblioteca, despertó ese homenaje mi deseo de saber algo más sobre este filólogo.
Buscando luego, encontré un artículo recopilado de una revista que seguramente hace años leí y que por obvias razones no quedó entre mis recuerdos como algo especial. Pero ahora a la edad necesaria para realmente entenderlo, lo rescato del olvido como una brillante pepita de oro entre la arena del cedazo de los años.


Menéndez Pidal    “Los noventa años”

“Los noventa años, no son ciertamente ningún alegre “paso del Ecuador” en la navegación vital. Llegar a tal edad es el paso del círculo polar, el tropezar con monstruosos icebergs, dar vista al inmenso desierto de hielo, interrogante de eternidad. Pero el optimismo humano, el afecto de queridos amigos y de personas benevolentes, que todavía abundan en este revuelto mundo cada vez más torvo, ha querido que la precisa fecha natalicia del año 59, ese mi paso del círculo polar, fuese algo jubiloso, y la simpatía más magnánima se ha desbordado: “la plena lozanía de los noventa años”, “el viejo jovencísimo”, “un portento de la naturaleza”… ¿Adónde hemos ido a parar?

He experimentado cuán abrumador es verse uno convertido en un caso raro. Vivir en cualquier anormalidad es algo siempre alarmante, y más en la vejez; es algo que, por una parte, hallándose excluido de la estabilidad ordinaria, agrava la sensación de inseguridad, propia de la edad avanzada, y que, por otra parte, da la certeza de que nunca saldaremos lo que a la excepcionalidad se puede pedir.”

“La longevidad que ahora se celebra en mi no es algo que pueda decirse extraordinario; la agerasia es caso bien común en los tiempos actuales. No tengo de qué espantarme, como otro Polícrates, por recibir favores excesivos de la Fortuna, y no intento satisfacer a la diosa arrojando el anillo al mar, no tanto porque no uso anillo, como porque veo con demasiada claridad las grandes y muy apetecibles cualidades que la misma Fortuna me ha negado.

Conformándome agradecido con las dotes que la Naturaleza ha querido darme, debo luchar con las muchas contrariedades propias de la avanzada edad. Se dice que la más triste limitación que pesa sobre la vejez es el no disponer de un mañana. Pero esto debemos rechazarlo como inexacto. Con el mañana cuentan los viejos lo mismo que los jóvenes, y cuentan precariamente tanto los unos como los otros, por aquello de que “no hay viejo que no pueda vivir un año ni mozo que no pueda morir mañana”.

Entonces, el impulso activo del anciano no tiene por qué cesar; no le falta el mañana; después, que ese mañana sea más largo o más corto es cosa secundaria y eventual. La limitación hasta puede tener alguna ventaja. De mi sé que durante la juventud comencé a trabajar en varios proyectos de larga ejecución, que al fin quedaron irrealizados, mientras en mi vejez, apremiado por la brevedad del plazo previsible, pude llevar a cabo buena parte de los trabajos abandonados antes.

Cuenta la leyenda que Matusalén, afanoso siempre en considerar la caducidad de la vida, creyó que no debía gastar tiempo en edificarse una casa, y sólo levantó una pared, amparándose de la cual, a un lado o al otro, se defendía contra los hostigos de los vientos y las lluvias según azotaban. Yo aunque no de joven como el longevo patriarca, sino muy tarde, cuando ya pasaba de ochentón, advertí que en mi ánimo se realizaba algo de la leyenda matusalénica, observable en ciertos detalles como, por ejemplo, en perder el gusto de proporcionarme las comodidades más indispensables en la labor diaria: ni procuro añadir estanterías nuevas para a los libros recientes que uso, ni gasto tiempo en poner nuevo orden en mi mesa de trabajo al comenzar un tema nuevo, sino que amontono los papeles y los libros del nuevo tema sobre los del tema anterior, pensando volver a ocuparme de éste; vivo, en suma, como de levante, en forma provisional, deseando concentrar todo el cuidado en sólo la esencialidad de la obra. El mañana breve apremia para que no perdamos tiempo en lo que no es absolutamente indispensable; basta la pared sin tejadillo. Porque además, en la vejez el tiempo fluye más rápido, como la corriente del río cuando el cauce se estrecha. Si la juventud encuentra tiempo para todo, la vejez vive días fugaces que no tienen veinticuatro horas y años fugacísimos que no tienen trescientos sesenta y cinco días.

Claro es que aquel ahorro de energía en suprimir gastos de tiempo útiles, es ahorro peligroso que fácilmente degenera en apresuramiento, perjudicial a la tranquila celeridad; pero al fin y al cabo el sentimiento acuciante del futuro breve, gran estímulo de la vejez, bueno sería que comenzase a asistirnos también en edades anteriores. Siempre el prescindir de cuanto es buenamente prescindible será gran norma moral para un vivir eficiente en todas las edades, aunque nos debamos quedar bastante lejos de Matusalén al abrigo de su pared y de Diógenes cascando su escudilla.

Otra limitación, la que más pesa en la vejez, es ver apocarse ese caudal que nos otorgó la Naturaleza, nuestras propias fuerzas y nuestras apetencias de acción. A esto se da como consuelo la conformidad. Con la vejez, se dice, perdemos muchos goces de la vida, pero no es penoso carecer de lo que ya no se desea; bien se ve que esta pasiva resignación tiene sombras de muerte, si no la reanimamos pensando que la vejez conserva legítimos deseos de actividad que aún pueden mejorarse de cuando se ejercía en la juventud.
Verdad es que tales deseos escasean. La apetencia creativa, que es la que da sentido o finalidad trascendente a la vida en todas las edades, desfallece en tantas y tantas existencias ociosas, que se consumen en el ingente esfuerzo de defenderse contra el aburrimiento; la Naturaleza muy a menudo dormita, descuidándose de dar al hombre estímulo para la acción, y le deja hundirse en la indolencia, que es la animalidad de vivir sólo para seguir viviendo. Y esto ocurre mucho más en el hombre viejo; pero el Eheu fugaces horaciano, con sus desesperadas evocaciones edonísticas de la senilidad, es sólo un vacuo quejido nostálgico, si no se le puede contraponer el non omnis moriar, la satisfacción de haber hecho y de continuar alguna obra duradera, ya sea en proporciones orgullosas, ya modestas. No morir totalmente ha de ser ansia suprema de la vida, en todas las edades, afán de todos los días que el tiempo va devorando, ya ha de ser siempre en la esperanzada creencia, como Don Quijote, de que hacen mucha falta al mundo nuestras caballerías, por pobres y frustradas que ellas parezcan en la realidad.

Que no desaparezca con los años la actividad creadora, depende de un cuidado bien conocido por la más vulgar experiencia. El que siempre ejercita sus músculos, no se apoltrona con la edad; el que ejercita la memoria, la conserva siempre para las cosas de que más se ocupa; el que cuando joven hace del trabajo un hábito gustoso, mantiene de viejo la necesidad de trabajar; el que cultivó los entusiasmos primeros, mantiene después, como fuerza rejuvenecedora, el amoroso empeño de continuar la obra de las edades fuertes.

Es verdad que la actividad senil se dificulta, porque lo que antes se hacía con rapidez, cuesta después doble tiempo; pero esta lentitud puede, y aun suele, ir acompañada de mayor cuidado, acendramiento y lucidez, porque con la larga experiencia, el juicio se hace más severo y exigente. De este hecho tan conocido tengo mi comprobación personal. Frecuentemente ahora, cuando releo cualquier escrito mío antiguo, encuentro en él algún defecto de precipitación, sorprendiéndome cómo no puse más cuidado en tal o cual punto; al revés de lo que antes me sucedía, que al repasar un trabajo mío olvidado, solía producirme plena y satisfecha aprobación.

El secreto de llegar a una larga senectud lo guarda la Naturaleza, esa “ministra de Dios” que tantas veces nos parece ministra arbitraria, veleidosa, a quien damos el nombre de Fortuna. Es un secreto abismal el reparto de los dones vitales a cada ser que nace, pero muy gran parte de ese secreto queda en manos del que disfruta las dádivas; el que las posee, espléndidas o mezquinas que ellas sean, puede aprovecharlas o maltratarlas a su voluntad. Claro es que esta voluntad también es un don, pero es un don más personal, el más absolutamente propio del poseedor.

Para la acertada función de esa voluntad, el secreto de bien administrar, no es la parsimonia recelosa y escasa; es el desplegar la vida en todo lo que ella, en su plenitud, exige, consume y repone: es no economizar en el esfuerzo del cuerpo o de ánimo gasto ninguno, aunque no comprometiendo en la aventura el capital, sino los réditos.

Preciso es rechazar el antiquísimo proverbio “si quieres llegar a viejo, comiénzalo presto” ¡Tantas veces los refranes dan desatinados consejos! No debemos empezar pronto la senectud, sino al contrario, rebelarnos contra ella en todo lo que la rebeldía puede ser sensata, no dejando decaer la actividad vital, no dejando extinguirse el amor a las obras comenzadas en la juventud, dando calor a las ilusiones de razonable esperanza. Y no pensemos pesimistamente que ese empeño de hacer subsistente la actividad, cuando él existe, no es causa, sino efecto, de la subsistencia previa. La voluntad lo puede todo, es decir, todo lo que sólo depende de nosotros mismos y no de otros.

De esa voluntad, que es el más precioso de los arcanos y divinos dones de la Naturaleza, depende el sabio disfrute, el lucrativo goce del caudal de la vida, ese caudal siempre inestimable, sea copioso sea escaso, ese divino tesoro que no es sólo el de la juventud, llorado por Rubén, sino el de todas las edades. Todas, una tras otra, se van para no volver, y de cada una de ellas hemos de dejar resultados perdurables, ya que el crearlos es el deleite supremo que la Naturaleza quiere poner en la existencia, pues únicamente para perdurar nos concede Dios esta vida tan huidiza.

Este es mi saludo de infinita gratitud a los amigos que con tan entrañable afecto me felicitan por mis noventa años, en estos Papeles de San Armadans. Fuerte aldabonazo habrán de dar en mi reflexión, y a ellos deberé un mejor tino en emplear ese que, como quiera que sea, es el divino tesoro de mi postrera edad".

Extraído de: Experiencia de la Vida, Alianza Editorial, Madrid 1966

sábado, 2 de noviembre de 2013

Hurgando en la Biblioteca Nacional



Una tarde cualquiera uno puede detener el tiempo y el fragor de una gran ciudad, encerrándose por un rato en una moderna biblioteca.
Sin plan previo, navegando entre antiguos libros microfilmados, rescato estos pequeños textos, que a mi tanto me deleitan, para que los saboreen como si de pequeñas y deliciosas confituras se tratase.
Antes que me corrijáis, aclaro que son textos de los siglos XV a XIX y he respetado la ortografía de los originales.




Un Lord aconsejaba á Garrik, el actor más célebre del teatro inglés, que se pusiese en candidatura como representante por algún condado o ciudad. Garrik respondió:
-Quiero más hacer un gran papel de falso en el teatro, que el papel de verdadero tonto en el Parlamento.

*** ° ***

En cierta ocasión estaba tan triste y taciturno Voltaire, que sus amigos que conocían su habitual buen humor comenzaron á hacer tristes comentarios. Una amiga suya, que conocía aún más que los demás al insigne poeta, pronunció estas palabras altamente características:
-No lo creereis, pero yo puedo decíroslo. Hace tres semanas que no se habla en París de otra cosa que de la ejecución de un famoso ladrón que ha muerto con la mayor firmeza de espíritu. Esto ofende grandemente a Voltaire porque no se habla ya de su tragedia. Tiene celos del ahorcado.

*** ° ***

Las mujeres gustan mucho de que se las ame con ternura, pero gustan más de que se las divierta. Prefieren que se las divierta sin amarlas á que se las ame sin divertirlas.

*** ° ***

Augusto hacía chicoleos a la mujer de Mecenas, su favorito. El diestro cortesano fingía dormir y un criado, creyendo su sueño verdadero, quiso aprovecharse de esa ocasión y trató de ir a aprovecharse de las botellas del aparador.
-Majadero, dijo Mecenas, ¿No conoces que sólo duermo para el emperador?

*** ° ***

Los viejos gustan de dar buenos consejos porque no se hallan ya en condición de dar malos ejemplos.

*** ° ***

Un particular cuya mujer había parido a los seis meses de casados, se dirigió a un partero para preguntarle la causa de aquella precocidad.
-Tranquilizaos, replicó el doctor; esto acontece a las mujeres en el primer parto, pero no se repite en los demás.

*** ° ***

Cierto cura de aldea predicaba La Pasión. Cuando llegó a cierto párrafo en que decía que Jesucristo había sido cogido en el huerto de las olivas, hubo una mujer que gritó:
-¡Bien hecho! ¿Qué iba a buscar en ese huerto? Ya se dejó coger ahí mismo el año pasado.

*** ° ***

Carlos V caminaba en cierta ocasión de un modo tan particular, de resultas de un violento ataque de gota que acababa de sufrir, que el conde de Buren no pudo menos que echársele a reir.
-¿De qué os reis así? Le dijo el emperador.
-Señor, al ver los pasos inseguros de V.M., he imaginado ver al imperio vacilando como su jefe. 
-Guardaos, pues, en delante, de tener semejantes pensamientos, le dijo Carlos con una mezcla de dulzura y severidad, y sabed que no son los pies sino la cabeza lo que gobierna los Estados.

*** ° ***


Tres son las especies de casamiento: De Dios, del diablo y de la muerte.
De Dios, cuando es entre jóvenes iguales, del diablo cuando es entre un joven y una vieja y de la muerte cuando es entre una joven y un viejo.

*** ° ***

En el siglo XVII compareció ante el tribunal, la duquesa de Boullión, acusada de hechicera.
El consejero de Estado, presidente de la Sala, le preguntó:
-¿Habeis visto al diablo?
-En este momento lo veo, contestó la duquesa.
-¿En qué figura?
-Está disfrazado de consejero, preside el tribunal, es horriblemente feo y disfruta quemando mujeres en la hoguera.

 *** ° ***

Había entre los guardias del Corps de Federico de Prusia, un cabo muy valiente pero tan vanidoso, que no teniendo reloj, puso una bala al extremo de una cadena para fingir que lo llevaba.
Llegó esto a conocimiento del monarca que quiso castigar su loca vanidad.
-Es fuerza que seas un hombre muy económico, pues con una paga tan corta has podido ahorrar para comprar reloj, vamos dime, ¿Qué hora es?
El militar, sin turbarse, echó mano a la cadena y, sacando la bala:
-Señor, dijo, llevo este reloj porque me recuerda a todas horas que debo estar dispuesto a morir por V.M.
El rey, enternecido, le dio uno de sus relojes, diciendo:
-Toma este para que puedas saber la hora en que mueres por mi.

*** ° ***

Se atribuye á Quevedo que encontrándose en la calle con ciertas damiselas, y diciéndole éstas que embarazaba el paso con su nariz, suponiéndola muy grande, dijo él doblándola hacia a un lado con la mano:

-Pasen Uds. Señoras
El P. Cuspiniano hace autor de este gracejo al Emperador Rodulfo.

*** ° ***
 
Un sugeto que se había casado con una muda, se cansó de vivir condenado á perpetuo silencio, trató de acudir á los médicos para que procurasen restituirle el uso de la voz.
Tuvo la mujer la felicidad de recobrarla, y de tal suerte se daba priesa á subsanar el tiempo perdido, que hablaba, como suele decirse, por las coyunturas.
Cansado el marido de su charla, volvió a ver al facultativo y le suplicó que emplease en enmudecer á su mujer tanta habilidad como había manifestado para hacerla hablar.
-Está en mi mano, contestó el médico, hacer hablar á una mujer, pero se necesita mucha más habilidad para hacerla callar.
-¿Y no habrá ningún remedio?
-Uno solo encuentro y aun ese no es otra cosa que un calmante para el mal que V. padece.
-¿Y qué remedio es ese?
-Dejar a V. sordo, para que al menos no padezca tanto.

 *** ° ***

Decía un catedrático de Moral a sus discípulos:
-Señores, en la lección anterior os hablé de dos clases de orgullo, el del nacimiento y el de la fortuna; hay otro aún, el del talento, pero omito hablaros de él, porque entre vosotros no hay uno solo que pueda tener vicio semejante.

 *** ° ***

Un soldado gallego estaba de centinela en la puerta de una iglesia: su consigna era la de no dejar entrar a nadie, y habiéndose presentado un andaluz, el soldado le dijo, cumpliendo con su deber:
-Atrás, paisano.
-¿Qué me quieres decir con eso? Preguntó el otro.
-Que no se puede entrar.
-Pero ¡Bárbaro! Exclamo el andaluz, ¿No ves que lo que yo quiero es salir de la calle?
-En ese caso, pasa.

 *** ° ***

D. Diego de Mendoza, conde de Melito, siendo paje del rey Católico, estaba encargado de espantar las moscas mientras comía la reina Doña Isabel. Un día que los dos maestresalas, hombres muy pequeños, estaban alrededor de S.A., el paje se divertía mirándolos, y las moscas invadieron la mesa.
-Echa esas moscas, Diego, dijo la reina.
-Maestresalas y todo, contestó D. Diego, dándoles con el amoscador.
La reina se río, pero no se enojó.






sábado, 12 de octubre de 2013

El sello de Melquicedec


Una amiga granadina, por estos días quizá la única lectora de esta bitácora, compartió unas fotos en Flickr donde aparecía un símbolo de continua presencia en Granada y toda la región de Andalucía: La estrella de ocho puntas.
El símbolo se encuentra muy especialmente en esa zona, pero además aparece en muchas representaciones artísticas, religiosas y en la arquitectura de toda la costa del Mediterráneo. Quizá la manifestación más antigua se encuentra  en el sello de Melquicedec, un misterioso sacerdote de los tiempos del paganismo que se describe como “hijo del sol”.
El culto solar era la “religión” ancestral más difundida en lo que hoy conocemos como Europa, África del norte y Medio Oriente, los mayores imperios que se desarrollaron en la región, Sumerios, Egipcios, Griegos y Romanos no pudieron opacarlo y debieron acabar aceptándolo aggiornando los rituales de origen astronómico de aquel culto, a las religiones que hoy subsisten.
Hasta la etimología de una palabra símbolo como “toro” prueba lo extendido del culto en el mundo antiguo: “ur” , “uro”, “urus”, “Thor”,”Hor”, entre otras. Hoy encontramos palabras como oro, urea, orina, urología, que están relacionadas con el color dorado del sol. ¿Por qué esta palabra? Porque los sacerdotes de Babilonia y Egipto habían observado que durante la noche, por el mismo camino que recorre el sol durante el día, se ve el “desplazamiento” de la constelación del toro “Taurus”.
Los egipcios imaginaron que el dios Horus con figura de halcón o disco alado, vigilaba la barca de Ra defendiéndola de las tinieblas reperesentadas por la diosa Apep (Apofis). Durante la noche el toro (Athor) dejaba al sol del otro lado del mundo para evitar que Apofis se apoderara de la luz y especialmente de su calor (el origen de la vida)  representado por Udayet que se manifiesta en la iconografía con el nombre de “uraeus”.
En medio oriente por los mismos lejanos tiempos, y volviendo al sello de Melquicedec, vemos en este, dos cuadrados entrecruzados, que no son más que una forma simple y estilizada de dibujar una estrella de ocho puntas, una representación aproximada del sol. Era utilizado por este sacerdote en sus ritos, donde además, el pan y el vino, eran manifestaciones palpables del poder de la estrella sobre el mundo. “Soy hijo de Dios (El sol) y he nacido de la misma luz que da el pan y el vino, que son parte de mi cuerpo”
Melquicedec  aparece en los primeros textos de la Biblia como rey de Salem (La actual Jerusalen) y existen numerosas coincidencias como para suponer que su imagen es la que se tomó para la representación del Cristo por parte de los romanos en tiempos de Constantino.
El emperador romano hace coincidir la fecha astronómica del solsticio, con la aparente muerte del sol  el 21 de diciembre y su resurrección al tercer día, o sea el 24 de diciembre que hoy conocemos como día de la natividad. (Se necesitan tres días a ojo desnudo para percibir que el sol no sigue descendiendo en el horizonte y comienza a elevarse nuevamente)
En definitiva, Católicos, Musulmanes, Judíos, y otras tantas religiones dependientes o similares, siguen adorando al sol (aunque un poco disfrazado según conveniencias) y la estrella es un símbolo utilizado por todas ellas.